Soltó el lápiz sobre la mesa. Seguía
mirando el papel fijamente como si no estuviera seguro de aquello, hizo un
gesto intentando arrugar la hoja, era ya demasiado tarde para arrepentirse. La
guardó en un cajón, echó la llave, se la tragó y se fue al salón. Su final
estaba cerca y no podía hacer nada para evitarlo.
—Cariño, a comer. —una voz femenina
procedente de la cocina lo demandaba mientras él se arrastraba al comedor
apesadumbrado—. Date prisa que se te va a enfriar, es tu plato favorito:
chuletas al roquefort.
—¡Ufff! Me encuentro fatal con el
estómago, no tengo ganas de comer, mejor me voy al dormitorio y descanso,
seguro que mañana estoy mejor y puedo degustar esas chuletitas.
—No te preocupes, te haré un caldito para
que no te acuestes con el estómago vacío, vete a descansar que ya te lo llevo
yo a la cama.
Nada había servido para evitar que su
mujer consiguiera su propósito, la muerte lo esperaba con los brazos abiertos y
una sonrisa cómplice.