Salía
del banco sin solución a su problema pero más decidido que nunca a llevar a
cabo su plan. El eco de las palabras del director resonaba aún en su cabeza. “Lo siento señor Ramírez pero el dinero no
crece en los árboles”, “Entiéndame
usted a mí, si yo le doy un préstamo de tres mil euros que sé que no va a
devolver el banco pierde sí o sí”, “Lo siento no puedo hacer nada más por
usted”, “Se equivoca, usted no es especial, hay como unas quinientas personas
que están igual o peor que usted, así que de gracias de que al menos tiene una
familia”.
Eran
las cuatro de la mañana. Aquella curva le había costado un disgusto a muchas
familias, quizás demasiadas. El ayuntamiento había construido otra carretera
paralela mejor asfaltada, más iluminada y perfectamente señalizada. La vía
antigua no la utilizaba nadie. Hoy sería la excepción. Volcó cuatro garrafas de
aceite sobre el alquitrán para asegurarse la falta de agarre y fue a tirarlas a
un cubo de basura a cinco kilómetros de distancia. No podía dejar pruebas que
lo delatasen. La idea era ir recto hacia la curva y girar las ruedas
bruscamente para provocar el deslizamiento del coche hacia el quitamiedos y dar
varias vueltas fuera de la carretera. Le salió perfecto.
No
sabía si habían pasado horas, días, meses o años pero no recordaba nada del
accidente. Delante una luz cegadora lo reclamaba, lo invitaba a ir con ella,
como el canto de las sirenas a los marineros. Giró la cabeza para despedirse de
su familia. Esperaba verlos felices tras cobrar el dinero de su seguro de
fallecimiento. Tenían para pagar la casa y los dos coches, y con el sueldo de
su mujer tenían para vivir tranquilamente. Pero no fue una familia feliz lo que
vio. Su mujer lloraba desconsolada en la cocina mientras agarraba una botella
de alcohol y se llenaba el vaso una y otra vez. Su hijo mayor se había fugado
de casa en busca de una vida mejor tras no poder superar la pérdida de su
padre. Vivía entre cartones tirado en la calle con un litro de vino en la mano
aparcando coches. Su hija pequeña tuvo que ir a un psicólogo para superar el
trauma y las pesadillas que la perseguían. Sentada en la silla de su escritorio
se podía llevar horas mirando a un punto indeterminado sin mover un músculo. No
era una familia feliz. En su último momento de lucidez dejándose llevar por el
canto irresistible de la luz cegadora recordó, en su ya débil memoria, las
palabras del director: “así que de
gracias de que al menos tiene una familia”.
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