Una
figura se veía sobre el tejado, miraba al frente decidida a quitarse la vida.
Había corroborado todo lo que sus amigos le habían comentado tiempo atrás.
−No
ves que tu novia lleva mucho el perro al veterinario −le decían.
−Pero
si yo ni siquiera tengo perro −contestaba.
−Pues
más sospechoso, ¿para qué crees que va?
−¡Dejadme
en paz! −terminaba por decir y así la discusión se posponía hasta el día
siguiente.
Maldito
aquel día que esperando en el coche a que el disco del semáforo cambiara de
color, divisó a lo lejos una silueta que le era familiar acompañada de un
hombre con bata blanca y dos perritos muy lindos, ambos iban cogidos de la mano
regalándose caricias; el acelerón fue brusco pero ni se inmutaron.
Al
llegar a casa vio varias facturas, el gas, el agua, la luz, todo sin pagar, no
había dinero en el banco; su cuerpo se estremeció al ver la última carta, era
de una tienda de animales donde se había abonado la cantidad de 1500 euros por
dos lindos cachorritos de la raza cocker.
No le
quedaba nada, todo lo que había defendido y por lo que había luchado hasta el
agotamiento extremo caía desmoronado. Sólo le quedaba una salida, EL SUICIDIO.
Por
eso estaba allí, mirando al frente, recordando las sabias palabras que un amigo
le brindó no hacía muchos días: “la mayoría de gente que quiere tirarse por un
balcón no lo hace porque mira al suelo y se lo piensa mejor”; él no lo iba a
hacer. Pero entonces le asaltó una duda: ¿cómo caería? No quería caer de
cabeza, le parecía demasiado romperse el cuello estrellándose toda la cara
contra el suelo, y de pie tampoco, no le gustaría acabar con las espinillas a
la altura de la garganta. Mejor caer tumbado, así el que se asomara al escuchar
el ruido lo vería boca arriba y quedaba más estético. Decidido, caería de
espaldas.
La
distancia era considerable, estaba sobre el tejado de un cuarto piso, no le
asustaba y de un impulso se dejó caer sin saber la sorpresa que le esperaba.
A la
altura del tercero sintió un dolor fortísimo en la espalda y quedó parado en el
aire, pensaba que el tiempo se ralentizaría antes de morir, pero no que se
parase; cuando se dio cuenta descansaba sobre el motor de un aire
acondicionado, chilló pero la voz no le salía debido a lo fortuito del golpe.
Poco a poco fue escurriéndose hasta que volvió a caer, esta vez de cara al
suelo, mientras veía cómo se acercaba al primero, donde había otro escollo más:
la vecina del primero era la denominada bruja del bloque, la típica vieja
chismosa que no tiene otra cosa que hacer que molestar a los vecinos. Tal era
el grado de maldad de la señora, por denominarla de alguna manera, que tenía un
tablón de madera enganchado al cierre de la cocina donde dejaba descansar los
guisos, y de paso humeaba toda la ropa que sus vecinas tendían.
Dado
que la vida está llena de casualidades, en ese momento reposaba una olla
humeante llena de potaje sobre el tablón, e iba de cabeza hacia ella. El golpe
era inevitable, poco a poco se acercaba, el momento se le estaba haciendo
interminable.
El choque
tampoco fue para tanto, al menos considerando que su objetivo era el suicidio:
si en el anterior se había hecho añicos la espalda en este la cara le quedaría
irreconocible, una ceja rota, siete dientes partidos, labios reventados,
tabique nasal hundido y demás lesiones que aunque fueran pequeñas eran
dolorosas, además las quemaduras que le había producido el caldo hirviendo eran
como mínimo de tercer grado.
El
choque fortuito le hizo girarse a la posición original con una pequeña
diferencia, la olla la llevaba encajada en la cabeza, el golpe contra el suelo
ni lo sintió, ya que había ido perdiendo velocidad y fue minúsculo; lo peor era
que aún estaba vivo por lo que su objetivo principal había fracasado. Ya sólo
le quedaba decir a los enfermeros de la ambulancia que se había resbalado, que
había sido un accidente. Más adelante tendría tiempo de volver a intentarlo,
pero esta vez, a poder ser, con pastillas o una pistola, pues había descubierto
que la caída libre no era su fuerte.
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