Un
golpe seco resonaba en todo el mostrador cada vez que nuestra protagonista
bajaba el cuchillo y cortaba la cabeza de un pescado. Después con un arte
sublime y bien estudiado separaba la espina de los lomos. Tira a un lado las
espinas y guarda la carne en un cartucho. Otro cliente atendido, otro número a
pasar.
La voz
no era su mejor virtud. No podemos decir que fuera dulce y suave. Más bien
aguda y escandalosa. Eran las diez de la mañana y el supermercado estaba lleno
pero a las siete de la mañana cuando las puertas estaban cerradas regalaba a
sus compañeros fragmentos de canciones de las grandes folclóricas españolas.
Escuchar marinero de luces o como una ola con esa voz tan chirriante no era
nada placentero. De pequeña le dijo a su abuelo que quería cantar copla y ser
como Rocío Jurado. Reunió el dinero necesario para pagarle la matrícula de la
mejor academia de Sevilla pero antes le pidió una muestra de su maestría
cantando para cerciorarse de que no tiraba el dinero. El abuelo se ahorró un
buen disgusto gracias a dicha prueba.
A las
diez de la noche salía después de recoger y limpiar la pescadería. El olor
delataba su profesión a leguas. Llegaba a casa, se daba una ducha, comía algo
rápido y se acostaba soñando con su príncipe azul. Había tenido mala suerte en
el amor y solía decir que siempre se encontraba con un príncipe azul y que al
besarlo se transformaba en rana. Algunos intentaban convencerla para que le
diera alguna oportunidad a las ranas, pero ella decía que otras los besaran, y
que cuando fueran príncipes, entonces la buscaran. Cosas de princesa.
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