Salí
de mi casa con mi magnífica “chupa” de cuero, mis botas negras tachonadas y mis
pantalones roídos. Había gastado medio bote de gomina para poder poner todos
mis pelos de punta ordenados en pequeños mechones. Me encantaba ese mundo. Me
encanta la estética punk.
Mientras caminaba para salir a la gran avenida, que
comunicaba la ciudad de norte a sur, me crucé con mi queridísimo amigo Juan.
Pero algo no debía de ir bien. Vestía un pantalón de pana beige con una camisa
salmón. Sobre sus hombros descansaba un suéter gris con las mangas anudadas a
la altura del pecho. Llevaba mocasines y el peinado, con la raya a la izquierda,
parecía habérselo hecho con el lametón de una vaca.
—¿Dónde
vas así vestido? —preguntó.
—Te
iba a decir lo mismo —contesté mirándolo a los ojos, y ahí fue cuando me
percaté de mi error. Tenía los ojos azules.
—Perdona.
Me he equivocado de universo. —Y con paso firme y contrariado di media vuelta.
Y es que un fallo lo tiene cualquiera.
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