Peldaño
a peldaño subía la interminable escalera que llevaba a la cima de la montaña.
Era poco ostentosa y muy funcional, tenía una misión y la cumplía. Era lo
mínimo que se le puede pedir a una escalera.
A la mitad tenía una zona llana de
unos tres metros para descansar un poco. Se la saltó, no podía perder tiempo
haciendo paraditas, llegaba tarde. Ya en la cima y con algo de niebla debido a
la altura tomó algo de oxígeno. Una figura se entreveía y frente a ella, en
otra montaña, una diana. Entre las dos montañas había unos cien metros y las
unía un simple puente de tablones de madera. La figura habló.
—Llegas
tarde.
—Lo sé
pero al ver la niebla pensé que no vendrías. Al ir a buscarte a tu casa fue
cuando me percaté de que estarías aquí.
—¿Alguna
vez has visto a nuestro mejor atleta suspender su entrenamiento porque llueva?
—No,
pero no es lo mismo.
—¿Y
por qué? —dijo cogiendo una flecha de la aljaba.
—Lo
tuyo es una afición.
—Y
espero que algún día se convierta en mi profesión. Quiero ser el mejor cazador.
—Tensó el arco.
—Pues
como no mejores, mal te veo —dijo señalando la diana que estaba en la cima de
enfrente.
La
flecha salió disparada y fue cayendo haciendo un arco entre las dos montañas.
Ni siquiera le había imprimido la suficiente fuerza para tomar tierra en la
montaña de enfrente. Giró su cabeza hacia el recién llegado con la cara transformada
por el enfado. No tenía más flechas que lanzar.
—Me
debes una flecha. Me has desconcentrado con tu desafortunado comentario. Y ya
sabes que en la tribu nos tienen prohibido entrar en los territorios neblinosos
entre las montañas. Muchos de los nuestros se adentraron buscando aventuras y
no han vuelto. Es peligroso.
—Lo
siento —dijo abochornado—. Voy a por las flechas. Cogeré una rama gruesa del
abedul del centro de la plaza y te haré una.
—Hacía
tiempo que no me quedaba tan corto.
—Seis
meses por lo menos.
Cruzó
miedoso el temerario puente de madera sin mirar abajo para evitar sentir vértigo.
Entre la niebla una flecha caía cada vez a mayor velocidad hasta que se clavó
fuertemente en el suelo. Un caníbal de una tribu, de las que vivían entre las
montañas, la recogió y se le llevó al chamán. Éste la olisqueó y calibró su
peso entre sus gruesas manos.
—¿De
dónde ha venido? —preguntó.
—La
encontré clavada en la tierra de las afueras.
—Es
imposible que sea de alguna tribu entre las montañas, más que nada porque las
hemos exterminado a todas. Tiene que venir del exterior.
—¡Pero
en el exterior está el sol y quema! —dijo el jefe de la tribu alertado.
—Entonces
dejemos pasar esta declaración de guerra y finjamos que no ha pasado nada. —El
chamán retó con la mirada al jefe. Ambos aguantaron unos segundos pero el jefe
cedió. Cogió una enorme maza del suelo y se dirigió a un enorme gong. Dio un
golpe fuerte y seco. Al instante todo el pueblo lo rodeó.
—Hoy
saldremos al exterior. Nos han declarado la guerra. Coged vuestras armas y
preparaos para luchar.
Arriba,
un chaval recogía flechas para que su amigo volviese a lanzarlas, ambos ignorando
que acababan de firmar la aniquilación de su tribu.
No hay comentarios:
Publicar un comentario