Hay demonios interiores que te obligan a hacer determinadas cosas y demonios exteriores, también llamados amigos, que no te obligan a nada pero te incitan a hacer locuras. Aquí está la mía

viernes, 22 de febrero de 2019

Una solución


Salía del banco sin solución a su problema pero más decidido que nunca a llevar a cabo su plan. El eco de las palabras del director resonaba aún en su cabeza. “Lo siento señor Ramírez pero el dinero no crece en los árboles”, “Entiéndame usted a mí, si yo le doy un préstamo de tres mil euros que sé que no va a devolver el banco pierde sí o sí”, “Lo siento no puedo hacer nada más por usted”, “Se equivoca, usted no es especial, hay como unas quinientas personas que están igual o peor que usted, así que de gracias de que al menos tiene una familia”.


Eran las cuatro de la mañana. Aquella curva le había costado un disgusto a muchas familias, quizás demasiadas. El ayuntamiento había construido otra carretera paralela mejor asfaltada, más iluminada y perfectamente señalizada. La vía antigua no la utilizaba nadie. Hoy sería la excepción. Volcó cuatro garrafas de aceite sobre el alquitrán para asegurarse la falta de agarre y fue a tirarlas a un cubo de basura a cinco kilómetros de distancia. No podía dejar pruebas que lo delatasen. La idea era ir recto hacia la curva y girar las ruedas bruscamente para provocar el deslizamiento del coche hacia el quitamiedos y dar varias vueltas fuera de la carretera. Le salió perfecto.

No sabía si habían pasado horas, días, meses o años pero no recordaba nada del accidente. Delante una luz cegadora lo reclamaba, lo invitaba a ir con ella, como el canto de las sirenas a los marineros. Giró la cabeza para despedirse de su familia. Esperaba verlos felices tras cobrar el dinero de su seguro de fallecimiento. Tenían para pagar la casa y los dos coches, y con el sueldo de su mujer tenían para vivir tranquilamente. Pero no fue una familia feliz lo que vio. Su mujer lloraba desconsolada en la cocina mientras agarraba una botella de alcohol y se llenaba el vaso una y otra vez. Su hijo mayor se había fugado de casa en busca de una vida mejor tras no poder superar la pérdida de su padre. Vivía entre cartones tirado en la calle con un litro de vino en la mano aparcando coches. Su hija pequeña tuvo que ir a un psicólogo para superar el trauma y las pesadillas que la perseguían. Sentada en la silla de su escritorio se podía llevar horas mirando a un punto indeterminado sin mover un músculo. No era una familia feliz. En su último momento de lucidez dejándose llevar por el canto irresistible de la luz cegadora recordó, en su ya débil memoria, las palabras del director: “así que de gracias de que al menos tiene una familia”.

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