Manolo
sacó del bolsillo de su chaqueta la llave del sótano y la observó. En su cabeza
salía de su cuarto avanzando a hurtadillas hasta la escalera. Al llegar a la
planta baja veía a su padre leyendo 1Q84 de Haruki Murakami. Con mucho cuidado
lo cruzaba sin alertar a su padre. Llegaba a la altura de la puerta de la
cocina y escuchaba ruido de platos y agua cayendo. Su madre estaba fregando. Un
poco más adelante se encontraba el sótano. Abría y se colaba en su interior. El
golpeo de unos nudillos en la puerta lo sacó de su ensoñación.
—¿Sí?
—preguntó.
—Soy
yo —dijo su madre—. Aquí te dejo algo de comer. No quiero que te mueras de
hambre.
Lo
había dicho todo sin abrir la puerta. Era su manera de ser dura pero a la vez
benévola. Era así, fría y severa pero dulce y cariñosa. No quería un hijo
blando pero tampoco quería un robot. Le daba la dosis de dulzura justa. Era su
lema “dulce el justo que después empalaga”. Al abrir vio una bandeja en el
suelo con un plato de macarrones con tomate y queso rallado y a su lado una
botella de agua de 500 ml. Comió con parsimonia a la vez que hacía los deberes.
Cuando terminó le quedaban un par de ejercicios de estadística. Los acabó
cuando el reloj marcaba las cinco y diez. No era muy tarde pero en su mente
seguía esa idea. Quería bajar al sótano. Allí tenía su escondite cual
superhéroe del montón. Allí podía guarecerse de la mirada inquisidora y
amenazante de sus padres. Y allí podía dar rienda suelta a su verdadera pasión,
la ciencia. Con la excusa de estudiar más tranquilo y en silencio bajaba al
sótano. La mitad estaba ocupado de trastos bajo sábanas, en la otra mitad un
escritorio y una librería le servía para desviar la atención de sus padres que
nunca se percataron que bajo dos sábanas estaban sus experimentos. Allí nunca
tocaban y como él tenía la llave lo único que le pedían era que lo mantuviese
en orden. Se levantó para estirar un poco las piernas y se dispuso a bajar para
hablar con su padre y tratar de arreglar la situación. Estaba cerca de
conseguir avances importantes y no podía permitirse un día sin bajar. Al
acercarse a la puerta el pomo giró. Su padre estaba bajo el umbral quieto y sin
decir nada se acercó y lo abrazó.
—¿Por
qué nos pones las cosas tan difíciles? —dijo al oído.
—Lo
siento papá. —En realidad no lo sentía pero tenía urgencia por bajar al sótano.
—Hijo
—dijo cogiéndole de los hombros—. Solo quiero que seas un hombre de provecho.
No quiero que estudies una carrera y no te sirva de nada. Escogiendo la misma
que nosotros tienes trabajo seguro ¿sabes lo qué es eso? Tienes el mañana
asegurado. Si quieres podemos hacer un trato.
—¿Qué
tipo de trato?
—No me
interrumpas, déjame terminar. Aunque tu madre y yo seamos totalmente contrarios
a que desperdicies tu vida estudiando una carrera sin futuro estamos dispuestos
a dejarte estudiar tu amada ciencia siempre y cuando acabes la carrera de
historia y empieces a trabajar en la universidad. No podemos decirte en que
malgastar tu tiempo libre.
—Joder
papá, gracias. —Se tiró a sus brazos medio sollozando.
—Eso
sí como nos llamen de la universidad diciendo que descuidas tus labores como
docente o que te ven muy despistado se acabó.
—Vale
¿puedo bajar al sótano? —Manolo fue directo. No quiso andarse con rodeos.
—Claro
hijo. Así me gusta, que empieces con fuerza y estudies. Baja que ya le explico
a tu madre que solución hemos acordado.
Manolo
salía de su cuarto raudo y su padre le llamó la atención. Al girarse le señaló
el libro de historia. Al momento cayó en la cuenta de que con la emoción se
había olvidado de su coartada. Bajaba para estudiar. Miró a su padre
encogiéndose de hombros y sonrió.
—Lo
siento. Producto de la emoción.
—No te
preocupes. Te entiendo.
Agarró
el libro y realizó el recorrido que antes había hecho en su cabeza. Sacó la
llave del bolsillo de su pantalón y abrió. Estando ya abajo dejó el libro
encima del escritorio y se acercó a una sábana color rosa. Tiró de ella y
destapó lo que ocultaba. Había que ponerse manos a la obra.
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